13 mayo 2010

Ya somos el olvido que seremos.




Adiós y gracias.

30 diciembre 2009

Mark Morrisroe: devil in disguise.

Quedan cuatro o cinco días aún para visitar la exposición en el CGAC sobre el Grupo de Boston, que monopolizó mi vida y este blog durante unas semanas. A modo de epitafio, dejo aquí un artículo sobre Mark Morrisroe, uno de los artistas claves de la muestra, que escribí para ArtNotes en esas mismas fechas:

“Apaga Oprah: no quiero que vea esto” . Éstas fueron (o pudieran haber sido: verdades, suposiciones y mentiras se entrelazan en su vida hasta el final) las últimas palabras de Mark Morrisroe en el lecho de muerte, hace exactamente veinte años. Estrella fugaz, fotógrafo genial, poète maudit, obsesionado hasta el último instante por su propia imagen, convencido de su capacidad para invertir la lógica de la mirada: es Oprah quien lo observa a él, desde el televisor, mientras devastado por el SIDA culmina su desesperada autodestrucción en la habitación de un hospital neoyorquino.

La suya fue una vida brevísima, treinta años apenas, que documentó fotográficamente de manera compulsiva,
durante su juventud en Boston y sus años en el East Village, pero también durante su deterioro físico y su enfermedad. Sus autorretratos en el hospital, el definitivo Mark Morrisroe’s Last Breath (1989), son la culminación de una tortuosa y compleja labor de elaboración mitológica, de construcción de un personaje a través de la superposición de historias fantásticas y de la acumulación de imágenes fascinantes y brutales.

Su ingente producción fotográfica, aún en proceso de catalogación, asume una función de crónica íntima y desgarrada. La distancia entre el sujeto fotografiado y el observador es abolida, y la supuesta objetividad de la fotografía se diluye ante la densidad emotiva que invade, incluso, sus polaroids más aparentemente banales. Afrontar su obra significa sumergirse en las implicaciones emocionales de la imagen, en la exaltación o el exceso que la genera.


Las exposiciones que a título póstumo han recuperado su figura - la seminal Boston School de 1995, que enlazó su obra con la de Nan Goldin, David Armstrong o P.L. di Corcia; la actual colectiva sobre este grupo de artistas en el Centro Galego de Arte Contemporánea; la monográfica que prepara el Fotomuseum Winterthur de Zurich para el 2010- han tenido que lidiar con la reconstrucción de los vínculos personales y afectivos de Mark Morrisroe. En parte porque también a través de las fotografías de sus amigos y amantes, de su familia electiva,
el artista se retrataba y construía; en parte porque sus autorretratos llevan inscrita la huella de sus relaciones, del desenfreno comunitario, hedonista y ligeramente melancólico, de su momento histórico y cultural.

Se han promocionado quizás en exceso (bajo el influjo de Nan Goldin, esa otra gran fabulado
ra de sí misma) la inmediatez, el descuido formal y la sexualidad explícita como únicas claves de lectura de estas obras. Resulta imposible dejar de lado en Morrisroe la propensión a la fantasía y el sueño, el tratamiento casi pictórico de la imagen, la pulsión irresistible hacia la belleza. Basta la extraordinaria Spanish Madonna (1986), autorretrato travestido y anacrónico de fondo inflamado, para reactivar las resonancias ochocentistas del término Escuela de Boston, y para comprender que su arte tiene tanto que ver con los tugurios del underground neoyorquino como con la excéntrica colección del Isabella Stewart Gardner Museum de Boston.

A medio camino entre la espontaneidad de las snapshots y la reflexividad de la más construida de las imágenes, esta obra es también buena muestra del afán experimental del artista. Su incansable trabajo con los procesos de revelado, los arañazos, las huellas y los daños infligidos a la fotografía, la exaltación de su materialidad, remiten inevitablemente a su propia fragilidad física. Algunas de sus imágenes, en las que la escena se está ya desvaneciendo en el momento mismo de su aparición , parecen anticipar los estragos de la enfermedad, preanuncian implacables el paso del tiempo.

Es el tiempo, de hecho, el gran fantasma que sobrevuela la obra de Mark Morrisroe: tiempo irreal, rarefacto, anacrónico. Paradójico que la generación del punk y la new wave viviese obsesionada con la estética de los años cincuenta, cuando no con el decadentismo finisecular; como en busca de un refugio, a través de la imagen, en un tiempo estático e imposible. Algunos de sus compañeros hallaron finalmente en la fotografía ese refugio contra el olvido, la enfermedad y la muerte; Mark no. Si le obsesionaba la idea de fotografiarse, si anhelaba volverse imagen, no era para durar, sino para desaparecer mejor.

29 diciembre 2009

Death, I'm not ready

En estos días pretendía retomar el blog para seguir con la no-tradición de escoger y comentar mis discos preferidos del año anterior (del anterior del que termina; del 2008 en este caso, vaya). No sé aún si a modo de actualización puntual, canto del cisne o retorno a las buenas costumbres.

Pero en esto, va y se nos muere Vic Chesnutt, y puntuar, clasificar y valorar música en la que seres como él se dejaron la vida y las entrañas parece menos divertido, más pueril y más estúpido. Si se me permite la incoherencia con lo apenas escrito, afirmaré que su anterior disco, el ya alabado por aquí North Star Deserter, me parece hoy más que nunca una de las obras que definen la década musical que termina; al menos, la mía. En este 2009, nos regaló dos discos desiguales, algo más irregulares, pero únicos, hermosos, dolorosos y ásperos, como todo en la vida de Vic Chesnutt.



El mejor resumen de su vida, impietoso, seco, sardónico e ilusionado, lo escribió él mismo aquí. La palabra coma aparece cuatro veces, no llegó a escribir una quinta.


Supongo que ahora sí estabas listo, Vic. Gracias por la música.

21 septiembre 2009

Familiar feelings

Es mentira. Puedes implicarte, puedes rastrear las huellas, sentir el peso de las ausencias. Puedes trazar genealogías, descifrar ovillos de recuerdos, rendirte a la arrebatadora fuerza de una imagen, sentir la cercanía, delirar sobre la estética y el tiempo. Testimonio: de vidas, de muertes, de mentiras vividas como verdades.

No es tu vida, no es tu vida.

Y el escalofrío complacido, el placer que obtienes al perderte en constelaciones ajenas no es comparable siquiera (mil veces menor, diez mil veces menor, cien mil veces menor: el eco apenas) al mordisco en el alma, al impacto brutal que desde la boca del estómago accede, amargo, imparable veneno del tiempo, hasta la mente, cuando, magdalena de sales de plata, una imagen despierta un fantasma acechante en tu memoria.

Tu memoria. Tu vida. Tu condena.

Los fantasmas de las imágenes tristemente felices me perseguirán para siempre.

16 julio 2009

La vuelta a casa

Estaba tan cansado mientras subía la calle que no pude llegar hasta casa. Compré unas cerezas y una botella de agua, y me dirigí a una plaza cualquiera, con bancos y unas mesas de madera.

Me senté en la mesa, con los pies apoyados en el banco, de espaldas a tres niños que jugaban. Se oía el ruído de los monopatines chocando contra el asfalto, gritos. Desde allí podía ver varias casas, la copa de dos palmeras y, al fondo, un trozo de monte sobre el que caía la noche. Vaya, pensé, tengo un trozo de monte para mí, y al instante me acordé de mi madre, que se conforma siempre con trocitos: poca cosa, no quiere abusar.

Me comí las cerezas. Las lavaba sobre el banco, y el agua que caía sobre la madera rugosa hacía bien; los huesos los tiré a una macetera. La última era dulce dulce.

Me quedé un rato, con el gusto de la fruta inundándome la boca, observando la noche que se asentaba, hasta que sentí el primer escalofrío. Entonces subí y esperé a que llamase.