10 mayo 2007

(Paréntesis)

Imaginad un niño incapaz de enlazar dos notas seguidas con una flauta en mitad de una clase de música, con una monja que marca sin piedad el ritmo de la cancioncilla golpeando un afilalapices contra la esquina de la mesa. Cada vez que alguien desafina y rompe la armonía, la monja grita y examina uno a uno el grupo hasta encontrar el culpable. Tantos errores, tantos negativos, tantas cancioncillas que recuperar fuera del horario de clase.

Afortunadamente, una historia con tan trágicos mimbres tiene un final feliz. Los niños que deben recuperar negativos son muchos, se avanza por orden alfabético, y al llegar la hora de la merienda la monja interrumpe la sesión y aprueba a todos. Es poco probable que un chico cuyo apellido empieza por P tenga que sufrir el trámite humillante de soplar por un tubo de plástico con agujeros tratando de construir una melodía.<

Esto sólo para daros una idea del exquisito oído musical del que aquí escribe, y la credibilidad de sus recomendaciones al respecto. Su única credencial es la constatación práctica de que, en ciertos días grises, algunos sonidos –pongamos Otis Redding aullando a la luna- ayudan más de lo que perjudican. No es gran cosa, lo sé, así que ustedes verán.

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