30 marzo 2009

La conjura del dolor: Elegía, de Philip Roth

"La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre".

Elegía. Philip Roth

Animado por una vieja historia breve suya leída recientemente, me animé a retomar la monumental obra narrativa de Philip Roth. Primera paradoja: Elegía, traducción española del Everyman original, se queda con sus ciento cincuenta páginas lejos del promedio enciclopédico del escritor norteamericano. Segunda paradoja: ninguno de los personajes y alter ego habituales del autor aparece en el libro. Tercera paradoja: los avatares vitales del maltrecho (y, sí, podemos decirlo sin miedo al spoiler: difunto)anciano protagonista carecen de la ironía punzante habitual en Roth, pero también del aliento y la inspiración lírica, de la capacidad evocadora que permite justificar una vida entera gracias a un instante de plenitud revivido con dolorosa nitidez.

Construye Roth con destreza algunos episodios y personajes hermosos - la primera visita al hospital, aún niño; la pureza desarmante, casi mitológica, del hermano y la hija de nuestro protagonista; la bellísima, concisa, cruda microhistoria de Millicent Kramer; pero en ningún momento parece llevar con mano firme las riendas de la narración. Los perfiles de las personas y las cosas, los recuerdos y las sensaciones, se nos presentan borrosos, desdibujados, faltos del aliento vivificante de la inspiración. La novela sólo adquiere meticulosa, escalofriante exactitud, cuando Roth aborda la enfermedad, sus síntomas, declinaciones y tratamientos.

De hecho, da la impresión de que el escritor se aferra supersticiosamente a esta descripción minuciosa, como si al recitar concienzudamente los vocablos que acotan los dominios de la enfermedad se conjurasen sus efectos. Roth ha abordado siempre, y nunca con pudor, el dolor y la muerte, sus consecuencias trágicas pero también las más físicas y corpóreas. Jamás como ahora, sin embargo, (y pienso también en el Slowman de Coetzee, primo lejano de este Everyman) su literatura se había asemejado de este modo a una rendición ante el terror del fin y la banalidad de la existencia.



El amor, la muerte... dónde quedó la belleza? (Bellísimo Untitled (Perfect Lovers), de Félix González-Torres)

“Como siempre, a fin de mantener la mente ocupada en otra cosa, recordó la tienda de su padre y los nombres de las nueve marcas de relojes de pulsera y las siete de otros tipos de relojes de las que su padre era distribuidor autorizado; su padre no ganaba mucho dinero vendiendo relojes, pero los tenía en gran número porque era un artículo seguro y hacían entrar en la tienda a los transeúntes que miraban el escaparate. Lo que hacía con estos evocadores recuerdos durante cada una de las angioplastias era lo siguiente: desconectaba de las chanzas que los médicos y enfermeras intercambiaban siempre mientras llevaban a cabo los preparativos, desconectaba de la música rock que sonaba en la fría y estéril sala donde yacía sujeto a la mesa de operaciones en medio de la intimidante maquinaria destinada a mantener vivos a los pacientes cardíacos, y desde el momento en que se ponían manos a la obra, anestesiándole la ingle y punzándole la piel para la inserción del carácter arterial, se distraía recitando entre dientes las listas que de pequeño había ordenado alfabéticamente cuando ayudaba en la tienda al salir de la escuela (“Benrus, Bulova, Croton, Elgin, Hamilton, Helbros, Ovistone, Waltham, Wittnauer”), concentrándose en la forma distintiva de los numerales, en la esfera del reloj mientras entonaba el nombre de su marca, pasando del uno al doce y vuelta a empezar. Entonces comenzaba con los relojes de mesa y pared (“General Electric, Ingersoll, McClintock, New Have, Seth Tomas, Telechron, Westclox”), y recordaba el tictac de los relojes de cuerda y el zumbido de los eléctricos hasta que por fin oía anunciar al cirujano que la operación había terminado y que todo había ido bien. El ayudante del cirujano, tras aplicar presión a la herida, puso una bolsa de arena en la ingle para impedir la hemorragia y, con ese peso ahí, el paciente tuvo que yacer inmóvil en la cama del hospital durante las seis horas siguientes.”

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