08 junio 2007

Odisea


1

El domingo al mediodía, después de tres días de parranda en Barcelona, escribo una nota para Berta, que duerme la mona en la otra habitación: me voy a turistear, escribo, quedamos luego para comer y despedirnos. Pequeño control antes de salir de casa: falta el DNI. Don´t panic, lo tendrás por alguna parte, no la despiertes para esto.

Busco y no aparece, así que don´t panic, pero empieza a despertarla y que te busque en Internet los números del aeropuerto, del forum, de la policía nacional, los mossos, la guardia suiza. En el servicio telefónico de AENA una serie de voces electrónicas se dedican a sedarme hasta que una señora en carne y hueso (más carne que hueso, me parece intuir) me sacude: pos’ sin Dni va’star jodiíllo pa’ subir al avión, majete.

Don´t panic, pero cuan potro con petardo en el culo vuela hasta el forum mientras sigues intentando movilizar Barcelona un domingo a mediodía. Cinco paradas y dos conversaciones con jefes de estación de metro más tarde llego al Forum. Parece una playa enfrente a la cual naufragó un barco la noche anterior: escombros y mierda por todas partes, una guardia jurado vigilando que nadie se lleve los restos del desastre. La producción está comiendo, y cuando la producción come no se la molesta, me explica, vuelva a las cuatro.

Las cinco paradas de metro de vuelta se me hacen más cortas, ocupado como estoy en defecar sobre los ancestros venerables de la producción, la guardia jurado y la virgen de Montserrat. Alguno de mis nuevos amigos telefónicos (un policía de Terrasa, me parece) me sugiere que lo intente con una fotocopia del Dni enviada por fax. Mientras mi madre rebusca en los cajones –don’t panic, mom- cojo las mochilas en casa de Berta, me despido con un beso de tornillo en medio de la confusión e inicio un trote ligero –hop, hop, hop- hacia la Estació del Nord. Obviamente entro por abajo mientras las taquillas están arriba, hago jurar al busero que me espera, subo y compro el billete para el aeropuerto. Arrancamos.



2

Tras una hora y media con los dientes que castañean por el aire acondicionado llegamos al aeropuerto de Girona. Me dirijo al mostrador de Ryanair ensayando mi mejor sonrisa de chico bobo pero de buen corazón. Me atiende una chica joven y suramericana, muy amable, que me torea con gran desenvoltura; me pongo pesado y se ofrece a llamar al responsable. Me digo que es la primera vez que hablo con un responsable de algo, y me siento importante, como los viajeros airados que lideran las revueltas durante las huelgas de Agosto en Barajas.

La responsable es aún más joven, pero española. Mentalmente la bautizo como Mendy (una improbable Mendy catalana) ojos-de-hielo. Apenas la veo se me cae el alma al suelo y comprendo que no cogeré ese avión. Me sabe mal, repite todo el tiempo, si al menos tuvieses el pasaporte. Si lo tuviese estaría en la cola de embarque y no aquí, cacho zorra, pienso (a estas alturas mi cerebro ha clasificado como fútil toda sutileza mental). Ciertas cosas no pueden decirse a un responsable, así que callo y asiento.

Don´t panic (not too much). Con la mano izquierda compro el billete de vuelta a Barcelona, con la derecha llamo a Berta y le pido que me mire horarios de buses y trenes, y agitando la pierna izquierda llamo la atención de un par de Mossos que se pasean por el aeropuerto. Hago la correspondiente denuncia, en castellano y catalán, y armado con una copia color salmón cojo el bus y vuelvo a Barcelona.


3

Llego a la Estaciò Nord. El único autobús para Italia del día ha salido hace veinte minutos. Respiro hondo, gasto el último viaje de mi abono de metro en acercarme hasta França y pruebo suerte con el tren nocturno. Quedan billetes, me informa la señorita. Pero, puntualiza cuando me dispongo a abalanzarme sobre ella jurando amor eterno, sólo en cabina doble especial. Pregunto el precio. Cuesta algo más que los billetes de avión ida y vuelta a Barcelona que había comprado con sólo una semana de antelación. Sopeso las alternativas, caigo en la cuenta de que no hay alternativas, compro el billete. El desayuno cinco estrellas está incluido en el precio, añade, pero la llama que había encendido en mi corazón parece apagada para siempre.

Me como un bocadillo, primer alimento ingerido desde la noche anterior, y a las 20:15 de la tarde del domingo me instaló en mi cabina doble. Aceptan mi copia de la denuncia como única documentación, el tren arranca, sale de la estación y se aleja de Barcelona, camino de la frontera.

Durante la noche, tratando de dormir, noto que el tren permanece parado más de lo normal. No le doy importancia y me entrego a un sueño vehemente, cargado de pesadillas. Me levanto a las ocho, en una hora deberíamos llegar a Milán. Camino del vagón-restaurante observo que el móvil está conectado aún a una compañía francesa. Me siento, el camarero me informa de que se rompió la locomotora en Francia, hemos acumulado un retraso de cuatro horas, que han conseguido reducir a dos y media. Pierdo el avión, pienso, y el desayuno cinco estrellas se queda en algún lugar entre mi traquea y la boca del estómago.


4

Esta historia podría proseguir aún durante algunas páginas. Un retraso final de dos horas en Milán, una carrera desesperada hasta las taquillas, un tren para Bologna cogido por los pelos. Llegar a casa, con cincuenta minutos de margen para distribuir tres años de vida en dos maletas y dos mochilas: la mitad para llevarse, la mitad para recoger en Julio. Más carreras, un autobús al aeropuerto, el viejo y escuálido truco de esconder la mochila con 20 kilos durante el check-in para luego subirla como equipaje de mano.

Un paréntesis tragicómico: una familia que intenta superar los controles de seguridad con una bolsa que contiene una garrafa con cinco litros de aceite de oliva, una botella de whisky de 12 años, un juego de cuchillos de sierra, un bote de lejía. Despegue, aterrizaje, repetir escuálida operación. Cuatro horas en Barajas, más bocadillos. Despegue, aterrizaje, taxi.

Esta historia acaba, a la una y media de la mañana de la madrugada de lunes a martes, en una plaza de la zona nueva de Santiago, tras 36 horas de viaje, tres autobuses, dos trenes, dos aviones, un taxi, una cantidad indeterminada de bocadillos y ninguna ducha. Podríamos considerarlo un final feliz.


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