Enchanted forest

En las cuatro o cinco ocasiones que he visto la obra en el Guggenheim veneciano me ha sucedido lo mismo: un primer momento de distanciada admiración, seguido de una breve decepción por la ausencia de una respuesta emotiva similar a la de anteriores ocasiones. Entonces, antes o después, un progresivo estado de hipnósis, un abandono al torbellino pictórico, un divagar por las formas del cuadro que es en principio meramente espacial, pero que se vuelve al poco dinámico y después narrativo. Durante el tiempo (a veces más largo, a veces más corto) que dura mi absoluta inmersión en el cuadro, en el bosque encantado de Pollock suceden cosas.
No sabría describir a posteriori la forma de los seres que habitan ese mundo, o la clase de eventos que allí acontecen; de ahí, sin duda, el esceptismo con el que afronto el cuadro cada vez. Y, sin embargo, acabo siempre por recobrar la consciencia tras unos minutos frente a la obra de Pollock en el viejo salón de Peggy Guggenheim, rendido ante la evidencia, si no empírica al menos perceptiva, de que entre aquellos brochazos furiosos y líneas desquiciadas sigue fluyendo la vida.
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